Dicen por esos mundos que Carlos Guerrero, con su elegancia congénita y una cierta aureola de misterio, es todo un seductor. Cualidades no le faltan, desde luego, y basta una mirada a su laboratorio –allí donde la alquimia de la palabra muta la vida en poema- para ver que la magia le viene desde antiguo.
Digo esto porque su relación con la poesía ha pasado por todas las fases de una conquista, a veces galanteo, rendición incondicional, distanciamiento otras y una larga ruptura que, no obstante, como en aquella inolvidable Casablanca, mito ya generacional, fue el principio de una gran amistad.
Y así debe ser, me parece, pues las grandes pasiones literarias suelen venirse abajo como castillo de naipes, dejando en el papel algún hallazgo, mucha tinta y una buena cosecha de despropósitos. Carlos Guerrero, avisado por la experiencia, que acaba siendo sabia, optó por la amistad, eso sí, aderezada con más de un revolcón, pues la dama, marmórea en ocasiones, brilla más cuanto más consentidora, dando opción al poeta a tomar la batuta y marcar el compás.
Fruto de este reencuentro, Las horas descontadas no es el libro que se abre a la esperanza, mirando con recelo al porvenir, sino la obra de madurez que desanda el camino y hace de la memoria un ejercicio de contemplación, en el que la esperanza o la circunspección forman parte del paisaje interior del poeta, narrador omnisciente de sí mismo e intérprete parcial de su mundo. En este viaje de ida, la vuelta es obligada. Nadie puede arraigar en el pasado y el autor, tras haber exprimido su experiencia y la historia, mira al frente, sereno –que no resignado-, consciente de que el fin sólo vendrá cuando aquella experiencia haya perdido su capacidad de crecer.
Un libro, pues, hermoso y extrañamente lúcido, que publica Vitruvio y que, tras el estéril paréntesis veraniego, será presentado en Madrid, a mediados del próximo septiembre. Una buena razón para abrir boca y, a golpe de terraza, cerveza y aceitunas, acercarnos a Carlos Guerrero y abrir las puertas de su pensamiento.